Hace
tiempo que no me acordaba de lo que era la soledad. Ni mucho menos lo que es la
agonía, la tristeza. Me encerraba en ese martirio todos los días hasta ver la
luz de la mañana, y aun así mis ojos solo expresaban torpeza. Una torpeza que
al final noto ser una gran añoranza, una añoranza que al final resulto ser un
gran problema. Me acostumbre tanto a la compañía, que cuando probé ese trago de
soledad me supo a gloria. Sentí como si por primera vez probara lo que es
sentirse deseada, por alguien que no conoces. Aunque para mi era nadie, y aun así
sabiendo que era un “nada”, me volvía loca el pensar que tarde o temprano de
esa misma soledad me irían a rescatar. La luz baja y tenebrosa de aquel cuarto
me hacia recordar ese mágico encuentro entre mi cuerpo y mis pensamientos. Me envolvía
tanto en la luz del día, que la costumbre hizo que ese tenebroso cuarto fuera
para mi como un paisaje lleno de flores, grama, lleno de todos, aunque en
realidad estaba lleno de ese “nada”. Ya era hora que me fuera varios días de
esa vida la cual era “perfecta”. Ya era hora que me decidiera por querer lo que
de verdad valía la pena. Ahora vivo entre violencia, entre lagrimas y me
encanta. Vivo entre esa pasión que nunca se acaba, entre ese olor a azufre que
consume tus entrañas, entre esa espada y esa pared la cual me obliga a estar
parada y sin poder moverme. ¡Que olor tan rico a sufrimiento! ¡Que olor tan
lleno de mediocridad! Me gusta, y me gusta más la soledad, ahora que no estoy
sola a cinco años atrás en que me dolía amar.
©Derechos
de autor, Sheila Rosa Castro – 2012
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