Abro la puerta, y sin duda alguna sigues ahí. Postrado en esa cama, esperándome. Sonrío porque me gustas, y quisiera tenerte toda mi vida. Siento tu calor y noto tus ojos con un brillo que contempla un gran día. Todo se torna monótono, enciendo la radio para hacer diferencia en el ambiente, pero aun así nuestras caras siguen siendo la misma. Cerraremos las persianas para no notar la luz que proviene de ella. No creo que yo sea difícil de reconocer, mucho menos fácil de olvidar. Luego está la interrogante de quien soy, dejando saber todo. Una cabeza hueca podría tener más ideas que ambos, es porque además de tener nuestros cerebros secos, nos dejamos llevar sin darnos cuenta que nuestros pensamientos ya son polvo. Ya rozar tu piel en la mía no se siente igual desde hace días. El tiempo se nos acaba dejando caer cada gota de sudor al suelo, un suelo en el cual caminamos descalzos para así poder sentir al menos el frio proveniente de lo que alguna vez fue el lugar donde consumíamos nuestro pecado. ¿Cuán gemela puede ser tu alma si la mía está desierta? No hay un oasis que la salve, ni espejismo que se acerque a ella. La saliva suele zacear nuestros paladares, el aire en mis pulmones se torna lento, mi corazón se viste de un color negro y lleva consigo un gran dolor. Me desvanezco, caigo al suelo y muero. Aun sigues postrado en esa cama. Te veo, dándome cuenta que tuve que morir para saber que no velabas por mí, nunca velaste por nada, solo por ti y por la amargura de querer tener tu alma blanca
© Derechos de autor, Sheila Rosa Castro – 2011
Comentarios
Publicar un comentario